Habáname

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  Si Antonio Burgos, prolífico personaje donde los haya, hubiera dedicado sus habaneras de Cádiz a Menorca tampoco hubiera ido por mal camino:

Verán que tengo mi alma en La Habana

no se me puede olvidar,

canto un tango y es una habanera,

la misma manera

tan dulce y galana y el mismo compás. 

 Este género musical, tan eminentemente portuario, ha arraigado en Menorca como si siempre hubiera estado aquí. No se entienden ciertas noches sin una guitarra, no se entienden ciertos mares sin un alegre sollozo y no se entienden ciertos puertos sin su habanera. No es que Sebastián Iradier consolidara el género con su Paloma, no es que no se canten habaneras en tagalo en las lejanas Filipinas, no es que el puerto de Hamburgo no haga también suya la habanera, con estatua y todo, y no es que la “canzone” napolitana no quiera confesar su origen tan inconfesable; simplemente es que la habanera, y por extensión La Habana, es un destello de nostalgia marinera que, por muy olvidado que se lleve, un par de acordes levantan de las profundidades de la memoria genética.

  Rasca el cantor su instrumento y ahí están las velas, las jarcias, la salazón, el ron de caña, las pieles morenas, los hoy inimaginables trajes de lino de la época colonial a insufribles temperaturas, los cañones, las redes, la memoria de un mundo que fue y que se niega ferozmente a desaparecer mientras vibran las gargantas invocando, otra vez, mejores vientos.

Jo tenia una caseta vora el mar

jo tenia un jardí florit i un cel de pau

jo tenia una barca

i unes xarxes a sa platja

i una dolça matinada al despertar.

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