Café del mar

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  No hay caso. Cada vez que el aroma del gin invade mis papilas me acuerdo de Mario. Y no es que Mario fuera especialmente simpático, menos todavía dicharachero, pero Mario tenía algo. No sé muy bien qué. Lo cierto es que si querías cebo para pesca siempre podías ir a comprárselo a Mario. ¿Caviar beluga iraní? Mario también lo tenía ¿Ron caribeño de cien años? Lo tenía ¿Bombonas de butano a dos tercios? Las tenía. De todo tenía Mario escondido en lo más recóndito de su destartalado establecimiento. Todo lo que un navegante pudiera necesitar. También lo que un habitante del lugar necesitara en casa. A deshoras, a matacaballo, a salto de mata ¿Hielo? Mario ¿Carne? Mario ¿Tabaco? Mario. No existía Seven Eleven y Mario tenía una máquina asomada a la calle las veinticuatro horas con todo, digo bien todo, hasta papel Abadie 500, Bisontes o Lola.

  Un día andaba yo por la capital del reino tomando un té con brioche en el mítico Embassy y me crucé con Mario rodeado de amables funcionarios de impecables trajes, y Mario, como siempre, vestido de Mario. ¿Descuidado? Barba ralísima, gesto adusto y una uña sobredimensionada en el pulgar que le daba el aire de un auténtico pirata del Caribe. Con su cartera de cuero en bandolera en pleno salón de té, fue tan anacrónico como revelador.

  Confieso que además Mario tenía la cerveza más fría del lugar, el gin más aromático y el Café Ultramarino más auténtico que hayan hollado estos pies.

  Mario, allá donde estés, ¡Salud!

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